La memoria inventada de Tomás Eloy Martínez

La frase tal vez sea dura, pero es preciso decirla de entrada: hace tres años yo iba en busca de un hombre que estaba por morir. No era un hombre corriente y, por lo tanto, también él debía de sentir entre las penumbras de su casa el paso incesante y sordo de la muerte. Era el mejor de todos nosotros, lo había llamado García Márquez, que podía disputarle su primacía; la versión mas verosímil de todas las fábulas latinoamericanas, lo había definido el crítico inglés Thomas Yole. Todos esos elogios han resbalado sobre la piel cansada de Tomás Eloy Martínez. Acaso hay sólo una alabanza que podría hacerlo feliz: la que describe su vida como un largo ejercicio de exageraciones que hacen de la memoria una reconstrucción cambiante de lo que somos; donde el periodismo no es una exhalación momentánea, sino una patena empañada bajo el mentón de los muertos que recoge las migajas de un pan hecho para otro tiempo. No me extrañó que la noticia nos llegara el 31 de enero en la noche: ya Saint John-Perse le había dicho que es en la noche donde yace toda la memoria. La contraportada del libro cuenta lo que repiten tantas biografías: que a los 15 años ganó un premio provincial de poesía; que a los 16, otro de narrativa. Pero fue antes, a los 13, cuando Tomás Eloy Martínez escribió su primera historia. Lo hizo a mano porque en la provincia argentina de Tucumán las Olivetti, aún importadas, eran un lujo bien entrados los años 40, pero es precisamente en la resistencia del carboncillo sobre los poros del papel donde todo comenzó. Los tendones de cada dedo envolvieron el lápiz en un movimiento que se extendió hasta la muñeca, el flexor del antebrazo y el flaco bíceps derecho. Pareció un tic, una ceremonia aprendida, y desde entonces Tomás Eloy Martínez no perdió esa relación muscular con la palabra. Como el samurai que reconoce la calidad de una espada sólo con sentir la distribución de su peso, el argentino perfeccionó desde esa edad el imaginario camino punteado que une a las letras para revelar su particular balance. Escribir algo a mano es grabar de forma tenue el recorrido en nuestra memoria; escribirlo varias veces es convertir el gesto en un camino tan seguro como aquel que nos lleva a casa. Que como periodista de La Nación y Primera Plana haya cambiado el lápiz por la máquina es secundario; Tomás Eloy Martínez recordó hasta su muerte el peso específico de cada palabra. Ninguno de nosotros sabrá lo que es eso, aunque una vez sentí algo similar. Yo era...

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