Mozart no tiene cargo en el gobierno

Tanto en las redes so-ciales como en algunos artículos de preocupados por el buen decir y el buen hablar hay malestar por el lenguaje que se ha impuesto en la vida cotidiana.Mientras los académicos guardan prudente silencio ante la procacidad imperante en el mercado y también en la aparatosa burocracia, el ciudadano medio, ese que acostumbra dar los buenos días en el ascensor, tiene motivos para escandalizarse.Muy pocos se asombran cuando escuchan que padre e hijos se traten como dos ru fianes y que dos liceístas usen en el Metro, y a todo gañote, el lenguaje de meretrices en un bulín de carretera. Después de que el jefe de Estado y también su vicepresidente ejecutivo utilizaron la peor escatología para referirse a los integrantes de los otros poderes y no pasó nada, ni siquiera la Iglesia, tan pacata en asuntos idiomáticos, que no era el caso del padre Pedro Pablo Barnola, se impuso la grosería. Nadie cuestiona el vocabulario levantisco y atrabiliario de los diputados en las sesiones ordinarias y extraordinarias. Pareciera que se dedicaran a construir carreteras y no al noble quehacer de redactar y aprobar leyes. En los debates y en las discusiones más agresivas hasta el más curtido botiquinero podría mostrar rasgos de rubor, ellos no.La germanía, el mal hablar, la coprolalia, la insolencia y las palabras obscenas en general se domesticaron y perdieron su fuerza. Ahora son tan inofensivas como castrantes...

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