La muerte de aurora

En diciembre de 1958, un amigo peruano de la Unesco, Alfonso de Silva, me invitó a su casa a cenar, en París. Me sentó junto a un hombre delgado, muy alto y lampiño que, sólo a la hora de la despedida, descubrí era Julio Cortázar. Parecía tan joven que lo creí mi contemporáneo y era veintidós años mayor que yo. Su mujer, Aurora Bernárdez, bajita, menuda, tenía unos grandes ojos azules y una sonrisa un poco irónica que mantenía a la gente a distancia.Nunca he olvidado la impre sión que me hizo esa noche la conversación de esa pareja tan dispareja. Parecían haber leído todos los libros, sólo decían cosas inteligentes y había entre ellos una complicidad tal en lo que contaban se pasaban la palabra como los palitroques dos diestros funámbulosque, se diría, habían llevado todo aquello ensayado.En los casi siete años que viví en Francia nos vimos muchas veces, en su casa, en la mía, en los cafés, o en la Unesco, donde ejercíamos como traductores.Nunca dejaron de admirarme la riqueza de sus lecturas, la sutileza de sus observaciones, la sencillez y naturalidad de sus maneras y, también, el modo como tenían organizada su vida para ver las mejores exposiciones, las mejores películas, los mejores conciertos. Era difícil descubrir quién era más inteligente y más culto, cuál de los dos había leído más, mejor y con mayor provecho. Cuidaban su intimidad con encarnizamiento no perdían nunca el tiempoy mantenían a raya a quien quisiera invadirla. Yo estuve siempre seguro que Aurora no sólo traducía lo hacía maravillosamente, del inglés, el francés y el italiano, como atestiguan sus versiones de Faulkner, Durrell, Calvino, Flaubertsino también escribía, pero que se abstenía de publicar por una decisión heroica: para que hubiera un solo escritor en la familia.En 1967 los tres estuvimos juntos, de traductores en un congreso dedicado al algodón, en Atenas. Durante casi una semana convivimos en el hotel, en las sesiones del congreso, cenando todas las noches en restaurancitos de Plaka, en la visita de un domingo a la isla de Hydra, y al regresar a Londres donde yo me había mudado recuerdo haberle dicho a Pa tricia: El matrimonio perfecto existe, es el de Julio y Aurora, no he visto nunca una inteligencia y compenetración igual en ninguna pareja. Tenemos que aprender de ellos, imitarlos. Pocos días después recibí una carta de Julio que comenzaba así: Tu sensibilidad te habrá hecho advertir, en Grecia, que no hay nada ya entre Aurora y yo. Nos estamos separando...

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