El muro de piedra

Fueron muchos los sábados que me vieron subir desde Sabas Nieves hasta la Silla de Caracas y tocar la Cruz de los Palmeros. En ocasiones me acompañaba mi hija Valentina, adolescente, y adoré su compañía. En días despejados pueden verse desde allí el mar Caribe, la irregularidad de su costa y los pueblos al pie de la cordillera, y basta girar la cabeza para que se abra la perfecta y total geografía de Caracas y la extensión del valle por donde ella discurre encajonada entre las colinas, al sur, y la montaña sagrada que la separa del mar. Comprendí y acepté que mi ciudad natal vista desde aquella altura es adorable porque no evidencia la violenta hostilidad que tanto la aflige y nos atormenta. Veía el mar, miraba extasiado Caracas, tomaba agua de mi cantimplora, comía algún puñado de granola, conversaba con algunos excursionistas y emprendía el regreso a casa.El resto de la semana corría en el Parque del Este con septuagenaria elegancia buscando ese segundo aire que Gerda Alexander llama eutonía: una equilibrada tonicidad muscular que nos impulsa a seguir corriendo. Las raras veces que logré que esta tonicidad coincidiera con el amanecer en el parque era como alcanzar la gloria.¡También la alcancé más arriba de la quebrada Quintero! Allí, la montaña es vertical por una majestuosa roca bañada por la cascada que despierta en quien la ve el deseo de conocer los secretos que protege y de explorar lugares que jamás uno ha visto.Si aquel muro de piedra y la vigorosa cascada defendían con tanto celo lo que la propia montaña atesoraba, significaba que era preciso sitiar la fortaleza y vencerla.Me entretenía en estas me ditaciones sin percatarme de la presencia a mi lado de un hombre de mediana edad que, acompañado de un niño de 8 o 10 años, posiblemente su hijo, admiraba el muro de piedra compartiendo tal vez mis propios pensamientos.El hombre me miró, dirigió la vista hacia la fortaleza, me miró de nuevo y dijo: Tengo este mecatillo y mostró una cuerda de nylon. ¿Le damos? preguntó, incitándome...

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