La naturalidad del mal

¡Sangre!, dijo mi vecinito de cinco años señalando con su índice una mancha roja en el suelo ante su puerta. Sí, sangre, le dije yo, los tiros de anoche. Era una mancha; no un charco. De un herido; no de un muerto.Sangre, han podido gritar, si no lo han hecho, al ver el chorro que brotó ante sus ojos cuando salían del colegio en La Dolorita, otros niños. Mototaxista muerto en un charco rojo.La sangre en los ojos de los niños. ¿Cuántos la llevan ya, y cuánta acumulada, en sus reti nas, como un componente natural de su paisaje familiar? Una mancha más en el asfal to. Como las de aceite que le gotearon a un vehículo, como las de orina de un perro, como el chicle que aplastó el pie de un muchacho, como la huella roja de un tomate despachurrado.Circunstancias naturales en una calle normal de cualquier barrio, la misma que el niño recorre todos los días para ir a la escuela, para hacer un mandado o para jugar al escondido evadiendo el circular de los carros y las motos. El mal convertido en parte corriente de la cotidianidad, el que en su ordinario acontecer pierde su identidad de mal y pasa a ser un accidente cualquiera de la vida. Para los que ya somos adultos, la muerte violenta en nuestro entorno nos sorprendía como un choque, como una inesperada y brutal torcedura de la existencia, como aquello que no tenía cabida en nuestra manera de comprender el mundo. Nunca pensamos que pudiera llegar a convertirse en una...

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