Mi obra y yo

Hay dos tipos de justificación para la exhibición, siempre obscena, del talento sin probi dad del que tan amargamente se quejaba Bolívar. Ninguna de las dos es moral. La primera remite al imaginario romántico del artista o científico entregado a su arte o saber, el cual tendría un valor intrínseco tal que excusa al talentoso de cualquier otro compromiso con la humanidad, y lo obliga, por el contrario, a agenciarse el entorno más favorable a la creación y a la expansión de sí mismo, frecuentando con la misma sonrisa a déspotas, demagogos o demócratas leales. La segunda justificación tiene una apariencia equívoca, pero es en definitiva utilitaria: minimiza los tratos con el despotismo para subrayar los buenos efectos que la obra del ímprobo talento tendría en, por ejemplo, la superación de la pobreza, o, por ejemplo, en la promoción de la superior cultura alemana. Aquí cabe por cierto la variante sentimental, el patetismo nacionalista, etc. En cualquiera de las dos estra tegias ocurre lo mismo: el artista o creador es relevado de su responsabilidad cívica. De cierto modo se le cosifica o se le deshumaniza para vaciarlo de su sentido moral. Su arte se vuelve un medio para otro, para el poder, y los dones y maravillas de la creación se vuelven mera mercancía. No hay tiranía, de Pisístrato para acá, que no haya estado acom pañada de una corte de sabios o artistas dedicados, y las obras de estos cargan con esa sombra, más o menos intensa. Sin entrar en el inventario de los casos, la relación entre el poder y la creación es siempre problemática, lo que quiere decir que no es espontánea sino que merece reflexión. Precisamente porque es un sujeto, el artista debe comprometerse con la recepción o uso de su obra; debe usar su libertad para conducirla en la arena pública y por ello mismo lo que se le pide es ser honesto con sus propias convicciones...

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