Los ojos del edecán

Existe un oficio que exige ser fiel al silencio, cuya fábrica no está hecha de estruendo ni jactancia, y donde el ego funciona a otro nivel porque quien go bierna es la discreción. Un oficio que le impone, a quien lo ejerza, mantenerse apartado del cono de luz. Que obliga a callar y observar, y cuyo espacio pareciera contraerse a un modesto segundo plano. Quien lo ejerce ve el mundo detrás de los hombros del Presidente. A veces su vida se mantiene en un mismo sitio por horas y horas, dependiendo de la locuacidad del mandatario. También podría tratarse de un Presidente demasiado ágil e inquieto, y lo que se impone entonces no es guardar la actitud impasible de un tótem, sino la necesidad de no perderle el paso. Quien haya pasado por esa ordalía debe saber perfectamente lo que significa terminar con el cuerpo maltrecho. El lector habrá pensado que hablo, y en efecto es así, del mundo de los edecanes. Allí en fotos, o través de la TV, de pie sin mover un músculo o desplazándose como la sombra del Presidente, nos dan la impresión de que habitan durante 24 horas en el centro crucial del poder. Pero cuando ya la distancia del tiempo así lo permite, un edecán puede convertirse en una fuente valiosísima, en un surtidor de secretos vedados al común. Y algo mucho más importante: al individualizar su experiencia, el edecán brinda la posibilidad, a quien tenga a su alcance la ocasión de entrevistarlo y aprovechar sus palabras, de ampliar el radio de la historia oral. Tal es la impresión que he recabado desde que cayó en mis manos El edecán de Betancourt, editado por Libros Marcados, y que se lee como un fluido intercambio de preguntas y respuestas con Óscar Zamora Conde, edecán de Rómulo Betancourt cuando estuvo al frente de la Junta de Gobierno entre 1945 y 1948 y, luego, durante su gestión...

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