Pensar y tocar

La música es el mundo de lo contraintuitivo: el violín, que no existía antes del siglo IX, parece más antiguo que la flauta, que tiene quizás mucho más de 20.000 años y parece un invento reciente. El violín, que no tiene trastes, es potencialmente mucho más afinado que la guitarra, que sí los posee.La paradoja máxima quizás esté en la remuneración: la música que más dinero genera es la menos sofisticada. Pocos imaginan la complejidad de la organología, la historia de los instrumentos, formidable integración de artesanía, ciencia y tecnología. La lutería del violín, prodigiosa combinación de misterios geométricos y barnices mágicos, aún se ejerce como una forma de alquimia; la construcción de la flauta moderna, en cambio, se apoya en el uso de tornos digitales, aleaciones futuristas y astucias de metalmecánica avanzada. La meta de todo constructor de flautas es la belleza del sonido, naturalmente; pero el trofeo de la carrera tecnológica hacia la cima es la ejecución sin esfuerzo: Piensa cómo lo quieres tocar y la flauta lo hace podría ser la traducción de la gran frase promocional de James Galway para su escudería, las flautas Nagahara. Todo lo que se hace en el taller de dicho constructor, cerca de Boston, donde trabaja una pareja de venezolanos, Geraldine Morillo y Javier Barazarte, parece alcanzar la utopía platónica de la fusión del deseo musical con su realización instantánea en la flauta, el instrumento de la seducción por excelencia. Sin embar go, no cualquier flautista de Hamelin es capaz de desembolsar la fortuna que cuesta uno de estos instrumentos; parecen piezas de joyería aeronáutica pero son enteramente trabajadas por manos humanas. Los mil ajustes, las microsoldaduras en metales preciosos y las llaves secretas hacen que la vieja flauta Boehm de 1847, arquetipo de la flauta cromática...

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