La promesa de las multitudes

Cualquier análisis de las turbulencias actuales debe partir de la consideración de las marchas llevadas a cabo por el pueblo. Todos los detalles se vuelven triviales, si no miramos hacia las multitudes insatisfechas pero todavía tranquilas, todavía conte nidas, que llenaron las calles de las ciudades y las poblaciones para reclamar al gobierno las vidas que ha quitado o ha permitido que se pierdan, la propiedad que ha pisoteado, la comida que ha botado, el dinero que debería estar en las arcas públicas y no está porque lo robaron, la asistencia médica hecha pedazos, las escuelas vueltas una ruina y las universidades desamparadas, los servicios convertidos en recuerdo de un pasado inasible, la pobreza insultante, la diáspora de la juventud, las palabras huecas, la apoteosis de la vulgaridad, el irrespeto de los preceptos básicos de la convivencia democrática vapuleados con saña, el futuro sin puertas, la sumisión ante un poder extranjero, la patria despreciada y negada.Lo demás es banal. Todo encuentra origen y destino en un desencanto progresivo que terminó manifestándose, como lo hizo en las últimas semanas, en la majestad de un conjunto de conductas multitudinarias que jamás se habían visto. Nadie salió por un caudillo, sino por su dignidad hecha piltrafa. Si sueña un político que alguien buscó entonces su guía, mejor sigue durmiendo. Tampoco nadie levantó las banderas de un partido, sino su voluntad individual harta de engaños y de fraudes repetidos. Va descaminada una organización política si se quiere ufanar de la convocatoria. No hubo figura ni bandería, ni tampoco medio de comunicación que acarrearan a unos manifestantes que solo querían estar presentes para dejar el testimonio de la necesidad que tienen de cambiar el rumbo de su vida. Ante el cansancio de los estereotipos, se distanciaron de las consignas habituales. Cada quien llevaba una cólera vieja y un anhelo silencioso, sin las ganas de que alguien los interpretara en frases superficiales y en cánticos pegajosos. No esperaban los discursos de rigor ni nada con aspecto de antigualla, sino la experiencia de sentirse acompañados por miles de arrieros que preferían murmurar entre sí mientras se ayudaban con generosidad a pesar la carga de cada espalda escarnecida. Ante la cercanía...

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