Puerto Cabello el de las aguas calmas

L a historia de Puerto Cabello se hace visible en cada detalle de su casco colonial. En las piedras y adoquines de sus calles, en las estatuas y monumentos que se resisten al paso del tiempo y la desidia. Quienes se enamoraron de él no permiten que muera e intentan unir esfuerzos entre Gobierno local, comerciantes y aquellos que apuestan por el turismo en la zona. El mar, viejo habitante. Cami nar por el malecón es ahogar las preocupaciones y el estrés de la rutina en las aguas calmas que, probablemente, le dieron nombre al sitio. Se decía que eran tan tranquilas que los barcos podían amarrarse al muelle con un cabello. La afluencia de embarcacio nes de gran calado continúa y mantiene el estatus de este puerto como el más importante del país. De día emergen imponentes, intimidantes, mientras que de noche sus enormes sombras se asemejan a monstruos marinos que conviven en paz con las lanchas de los pescadores. Niños y grandes recorren a pie o en bicicleta este paseo frente al mar donde, eventualmente, el calor se ve sofocado por una fuerte brisa. Pequeños restaurantes, comercios y hasta un spa aguardan al cruzar la calle. Rendición y fe. El templo de Nuestra Señora del Rosario es testigo de la renuncia al conflicto de Sebastián de La Calzada, jefe militar realista que entregó su espada a José Antonio Páez como símbolo de rendición de las fuerzas españolas durante la Toma de Puerto Cabello, en noviembre de 1823. Desde su entrada principal, ubicada en la calle Bolívar del casco histórico, se observa un altar de un fondo azul que compite con el cielo porteño. La mirada de Jesús en la cruz se eleva al techo de madera. Junto al altar, la imagen de la Virgen del Rosario con el niño en brazos reconforta a los fieles. Monseñor Saúl Figueroa, obispo de Puerto Cabello, indica que esta iglesia no recibe ningún fondo para su mantenimiento. Aquí hay mucha historia, arte y patrimonio, pero nosotros hemos tenido que gestionar los arreglos que la estructura ha necesitado. Se dice que Simón Bolívar la visitó en 1827, y en sus paredes se encuentran varios nichos donde yacen los restos de miembros de familias locales. En uno de los altares laterales, se encuentra la tumba de monseñor William Alberto Guerra Marrero, quien fue vicario general de la diócesis de Puerto Cabello. Una época que se niega a morir. Cuesta creer que cuatro paredes encierren el origen de una ciudad. Y más cuando, entre ellas, sólo se escucha el intenso zureo de las palomas. La Casa...

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