Récipe para golosos

Una tensión intermedia entre el libro y el lector, en ese instante siempre irrepetible en que se abre un libro por primera vez. Los dedos aprisionan el fajo de papel lo mejor que pueden. El grosor y el peso, el ancho y el alto, el tamaño de la letra, todo ello determina el ángulo en que codos y muñecas alejan o aproximan el libro a nuestros ojos. Ciertos libros demandan más de nuestros cuerpos: son como pequeñas y voluminosas personas que debemos acomodar en una mesa o parar sobre el pecho, si queremos evitar ese dolor en las articulaciones de las manos que los lectores obcecados tan bien conocen. Otros libros son como una bendición: miden trece centímetros y medio de ancho, veintiún centímetros de alto, tienen alrededor de trescientas sesenta páginas y están impresos con impecable cuidado. Los lleva uno de un lado a otro. Acompañan como si fuesen un accesorio compatible con las disposiciones y perezas de nuestra corporeidad. Muy de tanto en tanto en tre un `tanto? y el siguiente pueden transcurrir años, pasa esto: se empieza a leer con la tensión habitual, pero a los tres o cuatro minutos algo se ha desvanecido en la mandíbula, en la nuca y en los hombros. Una benéfica laxitud baja desde los ojos y la cabeza hacia cada veta, hacia cada rincón del cuerpo. Nos abandonamos al libro. Le entregamos cada poro. Como si uno pudiese materializar aquello que escribió Edmond Jabés en El libro de las preguntas, que dice: El libro es mi hogar. He intentado recordar, en tre mis lecturas de los últimos años, momentos de felicidad semejantes a estos que me ha deparado el libro de Edmund de Waal. Leyendo a Stefan Zweig y a George Steiner, ambos judíos como de Waal, he tenido que detenerme muchas veces en mitad de una página...

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