Recuerdo de tres encuentros delirantes

Sentada en un minúsculo puf frente a ese trono, los zapatos del coronel Muamar Gadafi me llegaban casi a la altura de la nariz. Después de haber pasado varias semanas recluida en un hotel Âvirtualmente secuestrada esperando para hacer esa entrevista, estar en esa humillante postura de sumisión aumentaba mi irritación. --De modo que usted es ar gentina y viene a hablarme de la heroica resistencia de su gobierno contra el imperialismo mundial Âdijo en árabe, sin dignarse a mirarme, mientras un miembro de su séquito traducía al inglés. --No, coronel. Vengo a en trevistarlo sobre el avión lleno de armas que usted envió a Galtieri durante la guerra de las Malvinas, y los caballos que recibió de su parte en agradecimiento, contesté. Esta vez me miró fugazmente y volvió a desviar los ojos. Como la mayoría de la gente del desierto, Gadafi rara vez fija la mirada en su interlocutor. Con los ojos entrecerrados, prefiere conservar esa actitud indiferente y hierática de los dioses, con la esperanza de hacer sentir su superioridad al resto de los mortales. La estratagema hubiera funcionado, de no haber sido por esos zapatos. Esas chancletas sin talón, de cuero barato y punta hacia arriba, confirmaron el presentimiento que se había abierto camino en mi espíritu durante ese mes de espera. Media hora antes, una cara vana de tres vehículos oficiales había llegado a buscarme al lujoso hotel donde me habían alojado. Sin decir una palabra, me llevaron a toda velocidad por las calles desiertas de la ciudad hasta el cuartel de Bab al-Azizya, el mismo que cuatro años después Ronald Reagan haría bombardear con la aviación de Estados Unidos. El mismo desde cuyas ruinas Gadafi arengó a sus seguidores hace un mes, en plena sublevación popular. Terminé en una carpa bedui na en el patio central del cuartel. El guía supremo de la Yamahiriya Árabe Libia, Popular y Socialista estaba sentado en un sillón de campaña, vestido con un suéter de piloto de caza caqui y un turbante beduino en la cabeza. Y para que la escena fuera realmente imponente, sus asistentes habían posado ese sillón sobre un montículo de arena de aproximadamente 50 centímetros de alto, cubierto de alfombras. Justo enfrente estaba el puf. Y yo me encontré mirando sus babuchas deslustradas por el uso. Los caballos están bien. Los tengo en Sirte, respondió esta vez en inglés, aludiendo a su pueblo natal. Todo había comenzado, en efecto, por culpa de esos animales. A través de una buena fuente supe que una...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR