El redentor

Va tranquilo, pensado en sus cosas. No se da cuenta de que ha pasado el día y se hizo de noche; todavía tiene fuerzas para trabajar un rato más. El sol se escondió corriendo; a lo mejor sabe cómo es la cosa y se metió temprano. A ese hombre tampoco se le escapa nada. Cuando alcanza altas velocidades le tiemblan las piernas por la vibración de la bicicleta; no le importaría estamparse contra una curva o que se le atraviese un carro. No tiene dudas: mientras más rápido, más duro el golpe y menos dolerá. El aire le da en la cara, le infla la boca y le llega al estómago vacío. Grita con fuerza; aprieta las empuñaduras con sus manos ásperas; las maneja con habilidad a pesar de faltarle dos dedos que perdió en el aserradero. En la ciudad lo rodean los edificios, pero no se siente poca cosa. Las ventanas de vidrio dejan ver a la gente en sus oficinas. Las mira de lejos, mudas, como si estuvieran a la venta en una tienda de animales. Junto a la basura acumulada, observa las paredes rayadas con imágenes aterradoras: figuras de enormes cabezas, algunas desdentadas; obras gráficas de adolescentes con la posibilidad de comprar pintura; la valentía para expresarse sin temor a que los castiguen; y aun siendo dueños de esa libertad, se sienten oprimidos, insatisfechos. Recorre las calles y el roce de las ruedas sobre el asfalto varía de un lugar a otro. Cuando la piedra que cubre el camino es gruesa, el andar es menos sereno. Aspira el humo de los vehículos que van adelante; sabe que detrás van otros desdichados; cada quien tiene su lugar. Sobre el suelo resbaloso sortea los charcos manchados de aceite y levanta las piernas para no mojarse, manteniendo el equilibrio mientras rueda. Cuando llueve se esconde bajo algún alero que le permita tener la sensación de estar protegido aunque se empapa hasta los huesos. La mezcla de aserrín y agua lo cubre con una sensación pastosa; todo le resbala. Se la pasa haciendo piruetas para sobrevivir. Ha aprendido a agachar la cabeza cuando los guapos buscan pleito; se escurre como si fuera invisible. Escucha a los otros quejarse; él muerde los clavos en silencio y el impacto de su martillo es certero. Al entrarle algún dinero lo reparte entre los bolsillos del pantalón; va gastando cada puñado como si fuera una fortuna en la que no escatima costos. Cuando cobra, desembolsa y paga lo que le provoca. La vez que ganó más cantidad, compró un muñeco de felpa gigantesco, en forma de oso amarillo. Era viernes; se había tomado...

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