Republiqueta

Esta palabra me ronda desde hace unos días, quizás porque he estado expuesto a preguntas e indagaciones de todo tipo sobre el país que vivimos. Es uno de los riesgos de atender hoy invitaciones académicas o seminarios en el exterior: la gente pregunta por nuestro desmadrado país y las respuestas escasean. Tampoco el humor viene a tu auxilio, porque finalmente los acontecimientos son trágicos. Tienes que soportar las dosis de escepticismo, de rabia, de ofensas, incluso de burla. Vives en una republiqueta, en el disparate continuo, y sin embargo debes esforzarte por aparentar no digamos lo contrario pero sí al menos un mínimo de comprensión o análisis. Sólo que tampoco estas bendiciones llegan a tiempo, sumiéndote en una mudez extraña, vergonzosa. Nunca la función de representar algo ¿un país? había llegado a un estadio tan bajo, tan subterráneo; y también nunca la función intelectual había estado tan desvalida, tan desorientada. Hay quien admite que la realidad supera a la ficción, pero es desolador reconocer que esa misma realidad referente mayor está lleno de sangre. Hace tiempo que nos cansamos de decir que ya no tenemos capacidad de asombro porque todos los límites se han traspuesto. Y sin embargo, la barra se corre cada día más, hasta lo indecible, hasta la anomia, hasta la muerte de cualquier significado. Las palabras ya no dan cuenta de la realidad, ya no nombran, y entonces se produce esa dolorosa fractura del sentido. No hay verdad, no hay moral, no hay eso que los ingleses llamaban common sense. Es más bien un país de la mentira, de la lo cura, de la muerte. Mirar hacia el liderazgo público dominante es reconocer a una banda de improvisados, de tahúres, de desalmados, más próximos del insulto que de cualquier otro concepto. Los valores son pieles...

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