La ruta de la seda

El fútbol venezolano se mueve en una atmósfera de contrastes. Apuntalado por una fuerza renovada que pobló las tribunas de muchos estadios en el último torneo y, al tiempo, desnudado en su lado más precario. Los medios hacen más por su desarrollo que quienes lo dirigen. Aunque de manera indirecta, el valor de la imagen televisiva obró el milagro de movilizar aficiones, pero también transmitió en vivo la desbandada de equipos, el deterioro de algunas canchas y la improvisación de quienes se acercan a esta actividad movidos por el deseo infantil de cumplir con un capricho o por afán proselitista. Las campañas de Caracas y Zamora dignificaron el campeonato. Fue la luz que marcó el camino. Que el calendario los haya enfrentado en la última fecha tuvo, además de azar, un componente simbólico: la casualidad siempre aparece para regar la tierra arrasada. El panorama se define a partir de una conducta bipolar en la que conviven la euforia y la depresión; la fiesta y el chiste de mal gusto. Moverse entre el júbilo y el patetismo desquicia y genera inestabilidad. Junto al destino de los líderes del Clausura, la notable temporada del Carabobo y el fenómeno generado en los graderíos del Misael Delgado; la consolidación de San Felipe como plaza futbolera y de Yaracuyanos como club con sentido de autogestión; o los repuntes de Maturín y Puerto Ordaz en sus índices de asistencia, comieron en la misma mesa el esperpento de Caroní, la opereta de Atlético Venezuela y un sinfín de episodios tragicómicos que ejercieron de contrafuerza a esa otra parte que empuja por abrirse paso en la maleza. Quedarse en el ruido provocado por los fuegos de artificio puede ser peligroso. La lectura mesurada y fría a la hora de la evaluación debe buscar el equilibrio. Una vez más, se presenta ante las narices de los directivos la oportunidad...

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