El sacramento sin secreto

No le ha ido bien a Barack Obama en su debut como espía. A lo mejor es castigo de Dios, por ponerse a pintar de color oscuro la Casa Blanca que siempre se mantuvo con un tono incapaz de levantar sospechas sobre la conducta impoluta de quienes la habitan desde el tiempo de su fundación. Se puso a averiguar la vida de los otros para buscar lo que no se le había perdido, pese a que había afirmado en su papel de candidato que se convertiría en adalid del respeto de la vida privada y en martillo de los abusadores y los chismosos que se ponían a escuchar conversaciones ajenas desde las puertas entornadas de los hoteles, desde los rincones oscuros de las casas de familia, desde el baño de las oficinas de correos y desde la trastienda de la central telefónica. ¿Resultado? Todo el mundo se enteró y lo tiene como tema de charla y jerga.

A Obama le gustó demasiado su constatación de que las paredes oyen, hasta el punto de que no puede ver una tapia porque le pone la oreja. Manía o fiebre de debutante, los electores lo han pescado en diversas posturas de íntima relación con cualquier muro que esté a su alcance y que le permita enterarse de los avatares del prójimo. La conducta tan distanciada de su promesa de comedimiento se ha atribuido a una influencia diabólica, pero otros consideran que se trata de una reprimenda dispuesta por la divinidad.

¿Por qué? Porque también se dedicó al espionaje del sumo pontífice y de la rutina de los miembros de la corte vaticana. No le perdió patada al papa antes de que fuera papa, es decir, antes de que Bergoglio se convirtiera en Francisco. Se aferró a la frialdad de las murallas palaciegas de mármol y a los rebuscamientos de las estatuas barrocas, para enterarse de la votación de los cardenales en el cónclave y aún de lo que pudieran comentar en...

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