Sala de espera al infierno

El pasaporte de Fernando Mieles lleva impreso la marca de dife rentes sellos cinematográficos. Distinguimos la impronta de la escuela de San Antonio de los Baños en el acabado de su ópera prima, Prometeo deportado, un largometraje simbólico influido por las coordenadas argumentales de la tragicomedia cubana, obligada a tomar el atajo de la alegoría para evitarse males mayores con la censura. Al verla en la pantalla, la película proyecta las deudas de la generación de relevo con la filmografía de Tomás Gutiérrez Alea, responsable de obras maestras como Memorias del subdesarro llo y Muerte de un burócra ta. Por afinidades electivas, también salen a flote los nexos con Juan Carlos Tabío, discípulo de Titón y seguidor de las directrices de su mentor. Para cerrar el círculo, el realizador, oriundo de Guayaquil y formado en La Habana, se desplaza por un microcosmos cercano al del director de La vida es silbar, Fernando Pérez. En tal sentido, Prometeo deportado destaca como una cinta de humor negro y declaración de principios, capaz de sortear las trabas a la libertad de expresión a través de un lenguaje indirecto. El trabajo es una coproducción entre Venezuela y Ecuador. Ello merece un comentario aparte. Al lado del contenido transgresor de la mencionada pieza, los proyectos de la plataforma, la Villa y el CNAC practican una política de la avestruz y los tres monos. No miran de frente el descalabro republicano, fingen sordera y optan por coserse los labios. En contraposición, la historia de la joven promesa de América Latina sabe describir el estado de inmovilidad y degradación social de una nación condenada a vivir en un limbo geográfico pero también existencial. El país de Correa queda retratado...

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