San Cristóbal
Si existe algo que los pueblos nunca olvidan
es a sus gobernantes cuando estos
se convierten en verdugos. Entre
los gobernados y sus mandatarios debe
existir una inquebrantable línea de respeto,
que no puede ni debe ser arrollada por las iras
y las arbitrariedades de quien siendo provisionalmente
dueño del poder lo ejerce como si
fuera para siempre.
Lo ocurrido en San Cristóbal y, en general,
en el estado Táchira es un ejemplo claro de
cómo la represión, cuando el gobierno desiste
del diálogo y la negociación, solo debe ser
usada como último recurso y nunca con afanes
de exterminio, destrucción y muerte de la
población.
Desde luego que para ello se necesita que el
mandatario tenga suficiente formación política,
que esté dotado de una imprescindible
educación civil que lo ate firmemente a la
Constitución nacional y a los principios fundamentales
del respeto de los derechos humanos,
y que, por encima de todo, tenga el valor
y el coraje para controlar con mano férrea los
cuerpos policiales, la indebidamente llamada
Guardia del Pueblo y a los jefes militares que
estén actuando en las zonas de emergencia.
Pero nada de esto ha ocurrido en Táchira y
mucho menos en su capital, San Cristóbal,
donde a raíz de las marchas estudiantiles y las
consecuentes manifestaciones del pueblo tachirense
en las calles, el señor Maduro no ha
dado pie con bola y más bien ha transformado
el derecho de protestar en un acto criminal y
de guerra, que debe ser combatido ya no por
las fuerzas policiales normales y corrientes que
tiene cada gobernación, sino por la indebidamente
denominada (lo repetimos) Guardia del
Pueblo, con sus tanquetas y armamento inadecuado
para controlar el orden público.
No contento con ello y quizás por ser un amateur
en cuestiones presidenciales, seguramente
le hizo caso al flamante capitán Cabello y
decidió enviar mil paracaidistas para acordonar
la ciudad y quizás tomarla por asalto a sangre
y fuego, como si los tachirenses constituyeran
una fuerza extranjera que ha invadido
el “sagrado suelo de la patria”, como diría don
Cipriano Castro, militar curtido en batallas de
verdad y no en griterías destempladas desde la
presidencia de la Asamblea Nacional.
Como si no bastara con semejantes barbaridades,
ordenó el vuelo rasante de aviones de
combate sobre San Cristóbal para asustar a los
muchachos y muchachas que, con la piedra en
una mano y la bandera de Venezuela en la otra,
gritaban consignas contra Maduro y su mal
gobierno. Nada del otro mundo...
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