SANA

He escogido separarme hoy de mi rutina de los lunes, la de ordenar unas breves notas de lecturas, porque me siento impelido a cumplir lo que entiendo como un deber de mi ánimo: usar este espacio de privilegio para hablar de SANA, sigla de la Sociedad de Amigos y Ancianos. Me invitó Graciela Zubillaga a visitar el lugar donde está ubicado el corazón operativo de SANA. Fuimos un día cualquiera, de una mañana cualquiera, hace unos tres meses. Nada anunciaba que allí, en un rincón caótico y desarticulado de la ciudad, en la avenida Guaicaipuro de San Bernardino, en un edificio de vocación improbable, tiene lugar día a día, entrega que no conoce sosiego ni descanso, una experiencia casi indecible, que debe ser una de las más exigentes que la vida reserva a la condición humana: la de acoger a niños afectados por el cáncer, y a sus familiares. Pasa esto: se sube por las esca leras. Al llegar al nivel que ocupa SANA, el poderío de la ciudad enloquecida queda atrás, como si se ingresara a otro tiempo. Una luz recatada, un silencio que se desprende de las cosas que se han conseguido con mucho esfuerzo, un aire de austeridad, esos son los espíritus que recorren los dos pasillos, a la izquierda y a la derecha del descansillo, donde están distribuidas las once habitaciones que acogen a los sufrientes. Sufrientes: porque eso son esos niños expuestos a tratamientos de quimioterapia y radioterapia. Sufrientes: porque eso son los familiares que los acompañan...

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