¡Sub anormales!

Verónica tendría cinco o seis años cuando llegó esa tarde a mi casa y anunció con la mayor naturalidad: ¡Abuelo, mañana comienzo clases de computación! Lo dijo como si estuviera abriendo la nevera para servirse un refresco.Aparté la vista del texto que como un galeote estaba remando en mi Olivetti Lettera 22 y la miré estupefacto. Busqué en su mirada algún in dicio de echonería, el asomo de querer burlarse del abuelo forzado a golpear las teclas de la máquina de escribir y a escuchar el sonido del timbre cada vez que el carro con el rodillo y el papel se desplaza hasta llegar al extremo; un artefacto que tendría que haber estado desde hace tiempo en el armario donde se guardan los trastos. ¡Pero no! Verónica mantenía la misma pureza de sus ojos limpios e inocentes: esos ojos que los escritores cuando escribían con plumas de ganso mucho antes de que aparecieran la linterna, el cine, la Remington o la Olivetti llamaban el espejo del alma.De pronto, me sentí atro pellado por la senilidad. Sen tí que me convertía en un ser antiguo que con el alma hecha pedazos tomaba conciencia de lo que ya se afirmaba: que los niños acceden rápidamente a las más avanzadas y sofisticadas tecnologías porque han nacido en ellas, aparecen en el mundo fusionados a ellas mientras que los que andamos con pasos inciertos y vacilantes por las calles transversales y sin aceras de una descalabrada, presunta y prolongada juventud todavía creemos, por ejemplo, que hay alguien que habla escondido dentro del radio. Lo creí la vez que Alfonso Montilla o el propio Adriano González León vieron pasar por la esquina al locutor de Radio Valera y dijeron: ¡allí va el tipo que me tiene echado a perder el radio! Apenas mencionó mi nieta la palabra computación y sin haberme recuperado del impacto que me produjo la imagen de aquella niña que con tanta familiaridad y ligereza aludía lo que para mí resultaba ser una muralla inexpugnable reaccioné, sin embargo, de inmediato, como hizo el presidente Lusinchi cuando se enfrentó al...

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