¡Qué haraquiri tan caro!

Alguna vez creo haber escrito algo de esto: en los años setenta, mi padre conocía al agregado cultural de la Embajada de Japón, el señor Sato Isaya, que quería orga nizar conferencias en Tokio sobre Venezuela. Papá, por razones de trabajo, no podía asistir, entonces yo, osadamente, me ofrecí a dar las conferencias junto con un amigo periodista y locutor: César Miguel Rondón. César, que era medio hippie para la época y tenía tremenda tumusa, se entusiasmó y preparamos una conferencia folklórica. Yo tocaría el cuatro y juntos cantaríamos canciones típicas. Llegamos a Japón sin saber ni una sola palabra del idioma. Nos alojamos en el Shinagawa Prince Hotel, se pronuncia Shinaga-vua prins jotél. Tratamos de estudiar el idioma para defendernos, y fuimos a la Universidad Waseda, en Tokio. Al entrar, nos lanzaron estas perlitas: los verbos no tienen número ni persona, no poseen el accidente de tiempo tal y como lo entienden las lenguas indoeuropeas. Hay cuatro verbos irregulares muy empleados, incluido copular. Los nombres carecen de género y de número. Tampoco hay artículos y no usan preposiciones sino palabras que, colocadas detrás de los nombres, cumplen una función semejante. ¡Nos comunicamos por señas! César tenía curiosidad por conocer a una geisha, y consiguió una dirección. Una noche, sin guías, fuimos al barrio Shinjuku. Tomamos el metro que estaba a veinte cuadras del hotel. Cerca se encontraba la estatua de un perro llamado Hachiko, erigida por la fidelidad de un animalito que durante diez años, a la misma hora y hasta su muerte, fue en busca de su amo que un día lo abandonó allí. En el metro había 1 millón de personas yendo y 1 millón viniendo. Nos conectamos con la estación Shinjuku y fuimos al barrio Sóppu-lándo, donde estaban...

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