Tontos

Mi padre era uno de seis hermanos. Eran cinco hom bres y una mujer, mi padre el mayor de todos. De los seis, mi padre, que en paz descanse, tenía fama de ser el tonto de la familia. Se burlaban de él, no se lo decían en su cara, pero era evidente para mí en las pocas reuniones familiares a las que asistía de niño: sus cuatro hermanos y su hermana eran todos más listos, más guapos y más ganadores que él, y así se sentían y, sobre todo, se lo hacían sentir. Mi padre era el tonto, el perdedor, el que era despedido de un trabajo y de otro y de otro más, el que no paraba de tener hijos todos los años. Sus cuatro hermanos tenían nombres suaves en inglés, eran muy atildados, muy viajados, muy proclives al humor y la ironía fina; su hermana poseía un aire regio, nobiliario, levemente ausente, como si estuviera caminando sobre nubes. Mi padre era el tonto de la familia y así lo miraban y trataban y en cierto modo lo evitaban, pues sólo lo veían cuando era inevitable, en navidades por ejemplo, y nadie esperaba nada bueno de él, y él tampoco, claro. No fue mi padre el primero en morirse de esa familia de seis hermanos. Sorprendente e injustamente, el más guapo y encantador de los cinco hermanos, un seductor natural, un hombre brillante, banquero, playboy sin advertirlo o disimulándolo, una sonrisa fantástica que irradiaba magnetismo puro, enfermó a una edad temprana y falleció poco después. Dejó una hija preciosa y un hijo guapísimo, ambos de revista, de portada, y el recuerdo agradecido de las mujeres que lo amaron y de quienes lo conocimos. Bastante tiempo después, mi padre enfermó y murió. En sus funerales saludé a su hermana y sus tres hermanos, todos muy elegantes y comedidos. No he vuelto a verlos. Los echo de menos, por supuesto, en particular a uno de ellos, que me saludó con singular afecto en el cementerio y que, muy injustamente, tiene ahora una cierta fama de perdedor, tal vez porque ha hecho menos dinero que sus hermanos, como si el éxito pudiera medirse sólo por el dinero que, limpia o tramposamente, uno atesora. Muy probablemente, no volveré a verlos. Sé de un modo incierto que la señora regia sigue levitando con natural elegancia entre los suyos, que el viajero de los pañuelos de seda pinta como pintaba su padre, que el banquero astuto multiplica sagazmente su fortuna no le guardo rencores por oponerse de un modo airado a mí, asociándome a las catástrofes y que el gimnasta viudo prefiere la cercanía del mar y fue descrito por mi madre...

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