Vladimir Sersa

La obra de un fotógrafo, y en especial la de aquel que se denomi na documentalista, suele estar constituida por un conjunto indefinido de estados y formas particulares de atrapar la realidad. La reserva es su enclave, la distancia su estrategia, la reflexión su secreto más preciado. Unos cuantos años después de superada la batalla crítica en los territorios de la fotografía como una forma de arte, y las diatribas entre interpretación y objetividad, el documentalista continúa en la carrera compulsiva de un recorrido infinito. Va al ritmo de todo aquello que suena y despunta desde el otro lado del lente. En el viaje de la mirada cualquier circunstancia puede aparecer tras la fachada de las apariencias. Lo que creo que no se ha comprendido hasta ahora es que más allá de los resultados esperados por el lugar común de la carrera de un artista, esta fotografía es una obra a largo plazo, una imagen que se refracta en millones de instantes capturados una y otra vez. La conclusión visual, la sensibilidad manifiesta, los alcances formales y los discursos son el producto de una permuta especial entre el registrador y el entorno. Este intercambio no termina en las ocho reproducciones de una serie cuyo destino es la sala de exposiciones. La conversación del fotógrafo documentalista con lo otro y a través de la imagen no tiene fin, es una plática que se ha gestado como una manera de estar en el mundo, es un riego y una apuesta que con seguridad durará toda la vida. Una buena parte de estas consideraciones están presentes en la exposición que con el nombre Venezuela en trañable reúne en el Museo Alejandro Otero la obra de Vladimir Sersa, creador ítalo-esloveno residenciado en nuestro país. En una...

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