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En una oportunidad escuché a una antropóloga afirmar que los seres humanos, tal como lo somos hoy en día, comenzamos a serlo cuando adquirimos la conciencia de la necesidad de enterrar a nuestros muertos. En días recientes, ante el fa llecimiento del padre de la familia, los hijos decidieron, en virtud de que tres de los cuatro ya viven fuera del país, llevarse su cuerpo para enterrarlo en tierras extranjeras. Esta decisión, que significó no sólo grandes costos eco nómicos y sortear muchos inconvenientes burocráticos y pragmáticos, sino además una muy pesada carga emocional, me hizo reflexionar sobre la dimensión de la tragedia en la que vivimos los venezolanos. Con profundo dolor y desaliento hemos venido observando y padeciendo cómo nuestros jóvenes buscan otras fronteras donde desarrollarse como individuos, trabajadores y profesionales. Además, vemos cómo ami gos de siempre, aun cuando no tan mozos, también optan por esa alternativa, a pesar de que muchas veces deben empezar de cero, luego de una larga e incluso exitosa carrera, con el único deseo de procurarles a sus hijos una vida mejor, o al menos mejores alternativas; lo que a su vez trae como consecuencia que adultos mayores, de la tercera edad, siguiendo a hijos y nietos, nos abandonen y formen parte de esa nueva aventura. Pero hasta ahora, y a pesar de las evidencias y de las altas cifras que respaldan lo dicho, siempre habíamos tenido la esperanza de que nuestra gente, en algún momento, cuando pasara el vendaval, iba a regresar a su patria, a colaborar con su experiencia extranjera, con la recuperación del país, y, así, amigos y familiares, venezolanos todos, nos reencontraríamos en abrazo fraternal. Pero cuando no son sólo los vivos los que se van, sino que estos se llevan a sus muertos, la situación es otra: ahora sí se queman las naves del retorno y éste se...

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