El Arbitraje de Derecho Administrativo. Reflexiones y propuestas en tiempos de crisis

AutorMarta García Pérez
Páginas7-32

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I Introducción

Desde hace algunos años, me inquieta la situación de la Justicia en España. Si en 1999 escribía una monografía sobre el objeto del contencioso-administrativo, impulsada por una reforma legal que parecía abrir nuevos horizontes al proceso contencioso-administrativo, en el año 2011 publiqué un estudio sobre el arbitraje administrativo, con la convicción de que la experiencia y, en definitiva, la edad, me habían obligado a poner los pies en la tierra y a aceptar que ninguno de aquellos horizontes eran si no un espejismo de juventud.

El estudio del arbitraje no ha sido, obviamente, una ocurrencia personal. Del último tercio del siglo XX a esta parte, el fenómeno del arbitraje ha adquirido la “popularidad” propia de un producto de moda. Arropado por el éxito de las Alternative Dispute Resolution (ADR) en Estados Unidos1, el arbitraje, junto con la mediación, se ha presentado como, si no la única, sí la mejor de las alternativas ante la ineficiente justicia ordinaria.

Entre las principales causas de la atracción de las ADR, la inconfesable, pero tristemente constatable, la ha puesto de manifiesto MICHELE TARUFFO: el éxito de las ADR es directamente proporcional –es más, es su consecuencia inmediata- a la ineficiencia de la justicia del Estado. Bajo esta perspectiva, que evidentemente no es la única, la utilización de las ADR no parece de por sí un fenómeno positivo, sino, más bien, el reflejo de un fenómeno “dramáticamente negativo” representado por el mal funcionamiento de la Justicia del Estado2. No le falta razón. Sin distinguir órdenes jurisdiccionales ni instancias judiciales, los números revelan de modo implacable el agotamiento del sistema judicial español para hacer frente a la tarea que le ha encomendado la Constitución de 1978.

Sería un atajo innecesario y poco realista afirmar que la crisis de la justicia tiene sus raíces en la crisis económica global por la que atravesamos. Sin duda habrá sido un factor detonante o multiplicador, pero ha trabajado o ha incidido sobre una realidad preexistente, que trae causa de mucho tiempo atrás. Son significativas las palabras pronunciadas por prestigiosos administrativistas en tiempos diferentes: “… la justicia no funciona bien en nuestro país y la contencioso-administrativa sería mejor, o al menos más barato, suprimirla, y eso que sus protagonistas son por lo general gente preparada, honesta y trabajadora” (MARTIN MATEO, 1989)3; “La Administración de Justicia … se ha hundido en un estado comatoso en el que ya no reacciona ante nada, nadie se siente culpable y todo resbala sobre la resignación y la indiferencia” (A. NIETO, 2008)4. El propio órgano de gobierno de los Jueces en España, el Consejo General del Poder Judicial, editaba en el año 1997 el Libro Blanco de la Justicia, en el

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que podía leerse meses antes de la entrada en vigor de la Ley Jurisdiccional de 1998 que “existe en la sociedad un extendido estado de opinión que refleja una profunda insatisfacción con el funcionamiento de la Administración de Justicia y que afecta, o puede afectar muy negativamente a la confianza del pueblo español en ella”.

Desde hace décadas, la doctrina española viene reclamando una revisión profunda del sistema contencioso que, más allá de mejoras procedimentales sin duda alcanzadas por la vigente Ley Jurisdiccional, ponga freno a la “crisis de la eficacia social de la justicia administrativa”5. Con esta expresión, ROSA MORENO iniciaba en 1998 un ensayo monográfico sobre el arbitraje administrativo al que le han precedido y seguido otras notables contribuciones pero escasos si no nulos instrumentos de derecho positivo. Común a todas aquellas contribuciones es la idea central de que la justicia administrativa se encuentra en crisis, y que tras ella aflora una crisis mucho más profunda que afecta al propio Estado de Derecho y social6.

Los esfuerzos llevados a cabo por el legislador con la aprobación de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa, resultaron infructuosos e insuficientes para solventar una situación difícilmente reversible7. El procedimiento abreviado, el proceso-testigo, la extensión de los efectos de las sentencia o la terminación pactada del proceso no han logrado invertir las inercias creadas. Incluso el producto estrella, la creación de los juzgados unipersonales de lo contencioso-administrativo8, se saldó con una decepcionante constatación: la saturación de asuntos contenciosos pendientes de resolución en el orden jurisdiccional contencioso-administrativo no ha mejorado.

Se han conseguido objetivos en la rapidez con que los asuntos están siendo resueltos en la primera instancia cuando se produce ante los juzgados, pero la rapidez en resolver se convierte en nueva paralización en la apelación. La reforma tampoco ha aliviado sustancialmente el funcionamiento de los demás órganos colegiados ni del Tribunal Supremo cuando actúa en

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casación9. La situación descrita se aviene mal con dos preceptos de gran impacto en el ordenamiento jurídico español. Me refiero al artículo 24 de la Constitución española de 1978 y al artículo 47 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea. En virtud del primero, todos tienen derecho a la tutela judicial efectiva (apartado 1) y a un proceso sin dilaciones indebidas (apartado 2). El no menos expresivo artículo 47 de la Carta dispone que toda persona tiene derecho a que su causa sea oída equitativa y públicamente y dentro de un plazo razonable por un juez independiente e imparcial, establecido previamente por la ley. ¿Qué puede decirse de la virtualidad de estos derechos si los contemplamos bajo el rasero de las estadísticas que maneja el Consejo General del Poder Judicial10

II ¿“Muerte por éxito” del contencioso-administrativo?

Los datos nos ponen sobre la pista de un típico caso de “muerte por éxito”11. Cualquiera que sea la lectura que quiera darse a la estadística, los números ponen en entredicho la funcionalidad de la Justicia y convierten en papel mojado la declaración constitucional que se recoge en el artículo 24 de la Constitución, no sólo en su apartado 2, que reconoce el derecho “a un proceso sin dilaciones indebidas”, sino también en el apartado 1, “a obtener la tutela efectiva de los Jueces y Tribunales”, intrínsecamente relacionado con el anterior.

El Tribunal Constitucional ha reconocido esta íntima conexión y, sobre todo, la posibilidad de lesión simultánea de ambos derechos. “Desde el punto de vista sociológico y práctico –dice el TC- puede seguramente afirmarse que una justicia tardíamente concedida equiva

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le a una falta de tutela judicial efectiva” (STC 26/1983, de 13 de abril)12y, a la inversa, una denegación de tutela no es sino un presupuesto extremo de dilación.

Seguramente un sistema estrictamente judicialista es la panacea del Estado de Derecho, y la justicia dispensada por Jueces y Magistrados especializados, bien formados y asistidos debidamente, no tenga parangón con ninguna otra técnica de resolución de controversias. La misma saturación que nos preocupa es la señal irrefutable de que la sociedad confía en el sistema judicial y que es éste el mecanismo por excelencia para resolver los conflictos. Pero el salto cuantitativo que ha experimentado la Justicia en cuanto al número de asuntos recibidos no ha sido en este caso acompañado de su vertiente cualitativa13.

No es, por razones obvias, tiempo propicio para repensar la planta judicial y dotar de medios extraordinarios humanos y materiales a la Judicatura. Sí puede serlo para abrir nuevos horizontes y buscar fórmulas distintas a las que ofrece el proceso judicial.

De entre las propuestas planteadas para hacer frente al colapso de la Justicia, una es común a todo foro de reflexión sobre el contencioso-administrativo: es preciso reducir el flujo de asuntos contenciosos y hacer que lleguen a la sede judicial los que indeclinablemente deben ser resueltos por los jueces. La medida debería pasar por un descenso de la litigiosidad. Pero este empeño puede resultar inalcanzable si se atiende a la complejidad exponencial de los asuntos jurídico-públicos y a la democratización de la justicia, en el sentido de un mayor y más fácil acceso de la ciudadanía al justiciable14.

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De renunciar a dicho propósito, no cabe otra alternativa realista que la de crear cauces de solución de conflictos ajenos al sistema judicial. La propia Exposición de Motivos de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-administrativa se manifiesta en términos parecidos: “…es cierto que el control de la legalidad de las actividades administrativas puede y debe ejercerse asimismo por otras vías complementarias de la judicial, que sería necesario perfeccionar para evitar la proliferación de recursos innecesarios y para ofrecer fórmulas poco costosas y rápidas de resolución de numerosos conflictos”.

Las páginas que siguen pretenden abordar el estudio de una fórmula diferente de resolución de conflictos. Una idea planeará sobre todas las reflexiones y que anticipo: el arbitraje no debe entenderse como la “alternativa” a la jurisdicción, porque será ésta, la contenciosoadministrativa, la que seguirá sobrellevando el peso del control de la legalidad administrativa. Pero existe un espacio en el que la técnica arbitral puede representar un interesante papel, porque no sólo aligerará –este es un efecto colateral que no puede convertirse en objetivo- la sobrecargada justicia administrativa, sino que permitirá –he aquí la razón de...

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